Torrente 7 Tlazolteolt, La Devoradora de la Mugre

Torrente 7 Tlazolteolt, La Devoradora de la Mugre

Torrente 7 (7@parte) Tlazolteolt, La Devoradora de la Mugre

Era una mañana de cielo plomizo en la Ciudad de México, cuando Torrente, un aventurero de espíritu indomable, despertó en su pequeño departamento de La Roma.

Entre las sombras de las ángeles de colores y los ecos de la música mariachi, había escuchado rumores sobre una antigua escultura: Tlazolteolt, la Devoradora de la Mugre. Se decía que esa pieza, perdida en los recovecos de la ciudad, poseía un poder inimaginable, capaz de desmantelar el mundo Gig y devolver el equilibrio a una humanidad cada vez más consumida por la impureza.

Armado únicamente con su cuaderno de anotaciones —un grueso volumen lleno de bocetos, escritos y apuntes sobre la cultura mexica— y su fiel cámara, Torrente decidió que esa sería su misión.

La escultura no solo era arte: era el salvavidas que el mundo necesitaba.
Los rumores lo llevaron a un antiguo mercado de arte en la Colonia Guerrero, donde los vendedores ambulantes ofrecían artículos de todo tipo, desde calaveras de cerámica hasta tejidos bordados.

Sin embargo, en el fondo de un oscuro rincón, una anciana con ojos que llevaban el peso de los siglos le susurró que el camino hacia Tlazolteolt estaba custodiado por los temibles Ubergugs, una organización clandestina que había formado su leyenda en la lucha por el control del arte antiguo y el dominio del transporte de pasajeros.

Sin tiempo que perder, Torrente se adentró en el caos de la ciudad. Subió a un taxi que, tal como la anciana había dicho, estaba a solo un toque de su celular. Pero este taxista no era uno común: el conductor era un exmilitar cuyo rostro mostraba cicatrices de numerosas guerras.

Cuando Torrente le preguntó por la Devoradora, el hombre rió amargamente, haciendo sonar las campanas de una advertencia. “Los Ubergugs son más que simples conductores”, advirtió. “Son vigías de nuevo cuño, guardianes del olvido. Si buscas la escultura, tendrás que enfrentarte a ellos.”

El viaje se convirtió en un laberinto entre calles vecinales y avenidas desbordantes de tráfico, cada giro estaba impregnado del eco de la miseria.

Y Torrente, así, se imaginó como un héroe de una novela perdida de Julio Cortázar, saltando entre los mundos, buscando respuestas en cada esquina.

Al llegar a un bar escondido en el centro, las luces parpadeantes parecían burlarse de su búsqueda. El lugar estaba lleno de personas con miradas furtivas y murmullos inquietantes.

Torrente se acercó a un hombre en la barra que parecía conocer más de lo que decía. Con una sonrisa sardónica, el hombre le ofreció un juego de cartas. «Si ganas, te diré donde encontrar a la Devoradora «, dijo, mientras barajaba un mazo desgastado. Torrente, aún con la adrenalina corriendo por sus venas, aceptó el reto.

Las cartas volaban y el tiempo se volvía líquido. El juego se encarnaba en una danza frenética donde la suerte y la astucia se entrelazaban. Finalmente, Torrente ganó, tras soltar la mordida.

“Allá atrás, en un antiguo almacén hoy destartalado, hallarás lo que buscas”, susurró. “Pero ten cuidado, Torrente. No eres el único tras Tlazolteolt.”

Sintiéndose el protagonista de su propio relato, Torrente salió del bar y corrió hacia el almacén , un edificio colonial que parecía susurrar historias de tiempos remotos. Allí, entre sombras, encontró un pasaje secreto que conducía a una sala escondida. Justo en el centro, iluminada por un rayo de luz que parecía haber viajado siglos solo para acariciarla, estaba la Devoradora de la Mugre: Tlazolteolt, la diosa de la tierra, el sexo y la maternidad.

La escultura, con su piel rugosa de piedra, parecía respirar la esencia de todas las impurezas que había consumido a lo largo del tiempo.

Pero no estaba solo. Un grupo de Ubergugs se acercaba, con miradas de fuego y determinación. Torrente sabía que debía actuar rápido.

Con un rayo de inspiración, recordó a su cámara. Con movimientos rápidos, comenzó a fotografiar a Tlazolteolt, la Devoradora, capturando su esencia en la lente. Las imágenes brillaron y comenzaron a emitirse ecos poderosos, resonando en la sala.

La figura de la Devoradora se volvió cenizas de luz que giraban en torno a los Ubergugs, aturdiéndolos.

Cuando las luces se apagaron, Torrente tomó la escultura, envuelta en sombras, y se lanzó hacia la salida, emergiendo de la caverna como un héroe.

Las quejas, gritos y murmullos de los Ubergugs se disiparon detrás de él, y así, agarrando la Devoradora firmemente, se sintió no solo un aventurero, sino un guardián del arte perdido.

Y mientras la Ciudad de México se desplegaba ante él, Torrente sonrió, sabiendo que su búsqueda apenas comenzaba. La Devoradora de la Mugre es más que un objeto; es un camino, una historia en constante transformación. Y así, en el laberinto de la vida moderna, buscaba un poco de pureza en un mundo sediento de significado.

En una ciudad de vértigos y sombras, donde las luces de neón se entrelazaban con los ecos de las historias olvidadas, Torrente, un hombre que parecía haber sido forjado en el caos, se lanzó a una aventura de proporciones míticas que lo llevaría a los confines de su propia existencia y más allá.

Barcelona, con su eclecticismo vibrante y su historia impregnada en cada rincón, era un laberinto de recuerdos y leyendas recientes, y él, un héroe singular en un mundo que había olvidado el significado profundo de lo que es el arte y la lucha, pero llevaba consigo un objeto de inigualable poder: Tlazolteolt, la Devoradora de la Mugre.

La Devoradora había sido un artefacto surgido de las profundidades del tiempo, una escultura de piedra tallada de mano de maestros que ya no caminaban entre los vivos, que, más que ser un simple objeto artístico, contenía la esencia de antiguas creencias populares.

Este extraordinario objeto era capaz no solo de purificar, sino de devorar la impureza misma de las almas humanas que, como sombras errantes, vagaban sin rumbo en un mundo sediento de autenticidad.

Cuando Torrente la abrazó, sintió cómo su ser se inundaba de una nueva energía, transformándose en el portador de una herencia cultural que lo conectaba con todas las almas perdidas que habían precedido su existencia.

El eco de su aventura comenzó en México, una tierra rica en historia donde los aromas de tacos, el bullicio de los mercados y las vibrantes voces de los ancianos casi parecían alzar un canto ancestral. En este escenario, sus pasos lo llevaron a enfrentarse con una organización oculta y siniestra: los Ubergugs.

Esta entidad representaba la insaciable voracidad del capitalismo moderno, un monstruo que intentaba arrebatar a los artistas y taxistas su derecho innato a sobrevivir, aplastándolos bajo el peso de la mercantilización y la homogenización cultural.

Con un coraje que a menudo roza la locura y una determinación férrea, Torrente comenzó a implicar las historias del pasado y la fuerza del arte en su lucha intensa y visceral.

En su frenesí creativo, logró desarticular las ambiciones avaras de quienes se interponían en su camino. En ese enfrentamiento, que bien podría haber sido catalogado como un delirio de Borges, los Ubergugs, esos espectros de la economía global y sus arquitectos de la deshumanización, se desvanecieron ante la magnificencia de lo irracional y lo hermoso que intentaban despreciar.

La acción desembocó en un torbellino de explosiones vibrantes que llenaron el aire con destellos de luz y emoción, resquebrajando las sombras de un orden establecido que durante demasiado tiempo había silenciado la voz artística de la humanidad.

El cielo, que antes era una pantalla opaca, se iluminó con una paleta de colores vibrantes, reflejando la lucha de un hombre que se negaba a claudicar.

No era un artista ni un héroe convencional; era simplemente un hombre con un artefacto poderoso y un ego que lo hacía un dandy en medio de un mundo en constante ebullición sin dirección.

Como si se tratara de una extensión de su propia persona, había decidido dar un recorrido a la Devoradora en su taxi, un viejo modelo que había visto días mejores, pero que todavía conservaba la tenacidad y el espíritu del que la conducía.

El tapiz del asiento se desgastaba, y los espejos reflejaban un caos de luces y sombras, una metáfora de su propia existencia.

Cuando Torrente se introdujo en la cabina, giró la llave del contacto con un gesto dramático, inyectando vida al vehículo. Con el motor rugiendo como un acordeón nostálgico, sintió que la historia de su última aventura seguía palpitando en el interior de aquel artefacto.

Era hora de que Tlazolteolt se convirtiera en un símbolo viviente, un ícono del arte que había desafiado a la muerte y se había hecho cargo de los ecos de las calles.

Hasta ese momento, la ciudad había creído que su máxima ocupación era que a los taxis los reemplazara la epidemia de las plataformas de transporte.

Sin embargo, el retorno triunfal de Torrente no solo marcó un regreso, sino que encarnaba la resistencia del gremio. La victoria sobre esas plataformas de gig economy había sido como atrapar un espíritu escurridizo, un desafío que requería la astucia de un epílogo literario y la bravura de un héroe de novela.

Mientras Torrente conducía, atravesó el Paseo de Gracia, observando los rostros de la gente, inmersos en sus rutinas.

Pero hoy era distinto; había algo eléctrico en el aire. Las noticias de su hazaña se propagaron por cada calle, transformando al antiguo gremio de taxistas en héroes locales.

De repente, un grupo de taxistas se unió a él, alineando sus vehículos al lado del suyo como si fueran guerreros de una hoguera en un campo de batalla.

Silbidos, truenos de bocinas y gritos de júbilo llenaron el aire mientras Torrente dejó escapar una risa deslumbrante. “¡Ahí va el hombre que se enfrenta a las sanguijuelas con la Devoradora !”, alguien gritó, y el coro resonó en las calles adoquinadas. Los taxistas le ofrecieron un recibimiento que había resonado como un hermoso himno de alegría y camaradería.

Desde la Diagonal hasta la Plaza Catalunya, la celebración era imparable, con una algarabía que solo podía ser comparable al bullicio de una fiesta nacional, como un Sant Jordi.

El taxista español, que generalmente se entregaba a la rutina y la resignación, ahora encontraba en Torrente un héroe. Le ofrecían breves discursos improvisados, donde la Devoradora se convirtió en una metáfora ideal del arte y la resistencia. Un viejo jefe de estación, con un delantal manchado de aceite, le dijo: “¡Vaya working class heroe, Torrente! Eres nuestra esperanza en un futuro donde nuestros hijos aún puedan conducir taxis y no ser meros pasajeros en la mugre lívida!”

Aquella mañana, con Tlazolteolt como su estandarte, cada taxista se transformaba en un rebelde, custodiando una tradición.

En su andar por las calles de Barcelona, no solo estaba paseando un objeto de arte, sino que era el mensajero de una época que se negaba a rendirse ante las sombras de la inclemente modernidad materialista.

Los taxis, con sus luces parpadeantes y el eco de las risas de los pasajeros, veían nacer un movimiento nuevo: una revuelta artística cuya balanza se equilibraba con cada luz roja que se encendía, con cada cliente que subía al vehículo favorito de los barceloneses.

En medio del bullicio, Torrente comprendió que su victoria iba más allá de la lucha contra las plataformas; era una celebración de la humanidad y el arte que seguía resistiendo en un mundo dominado por la frialdad y la indiferencia.

Como un héroe de su propia novela, atravesó la ciudad, dejando un legado de risas y esperanzas en cada esquina, sabiendo que, más allá de las victorias, el verdadero triunfo era la conexión entre las almas, la chispa que siempre encendería otra aventura.

Y así continuó, el taxista insurgente de una Barcelona vibrante, llevando en su coche la Devoradora de la Mugre, un símbolo viviente de la lucha eterna entre el arte y la vida.

De repente todo cambió cuando el cielo se tornó gris en Barcelona, el cielo repleto de nubes que parecían dispuestas a desbordar su ira en lluvias torrenciales.

Torrente, con Tlazolteolt aún temblando de poder en su mano, sentía que su misión apenas comenzaba. Tras haber aniquilado a los Ubergugs en México, Torrente se había adentrado en el corazón de la ciudad, donde el arte y la anarquía se entremezclaban, buscando un lugar donde el eco de su propia historia resonara. Venía de un lugar donde el fuego de la Devoradora había purificado, pero ahora enfrentaba la resistencia de los que creían que la violencia era una solución.

Ese día, en el Parque de la Ciudadela, ambos mundos colisionarían, y sería una explosión digna de la mejor novela de aventuras.

El parque se llenaba de la brisa agitada de los barceloneses, todos querían ver cómo se desenvolvía aquella disputa.

Torrente, con su habitual desfachatez y un brillo furioso en los ojos, observó a los arqueros gig alrededor, formando una legión imponente de una centuria que parecía a punto de liberar su furia. Sin perder un segundo, alertó a Tlazolteolt como quien prepara su espada en una cruzada benéfica.

“Escuchad, malditos modernos románticos”, gritó Torrente con esa voz visceral que lo caracterizaba, “¡Hoy no venimos a discutir sobre la naturaleza del arte! ¡Hoy vamos a devorar la mugre de la mentira!”

Los arqueros lo miraron con desprecio, pero Torrente no esperaba otra cosa. A sus pies, la hierba se convertía en un campo de batalla; flechas silbaban por el aire, traicioneras como ilusiones.

Los arqueros, certeros y fervorosos, disparaban sus flechas con la precisión de artistas en un lienzo. Pero Torrente no se iba a quedar quieto ni a esperar a ser atravesado.
Con un movimiento dramático, abrió la boca de Tlazolteolt —un gesto que podría haber sido cómico si no estuviera rodeado de riesgo y tensión— arrojando fuego de su boca y después explosivos como si fueran las balas de su propia esencia, una combinación embriagadora de locura. Las pequeñas granadas volaron como pájaros de fuego, estallando en el aire y creando un espectáculo de colores que hiciera palidecer a cualquier pirotécnico.
¡Boom! ¡Bang! ¡Booom!

La Devoradora rugía mientras las flechas de los vendidos a la mugre, en su desesperación, se convertían en un espectáculo de fuegos artificiales, perdiendo fuerza y dirección ante la explosión y el caos que Tlazolteolt sembraba ,cómo un enorme dragón, a su alrededor.

Poco a poco, el parque se transformó en un escenario bizarro del tipo que Alejandro Magno habría amado: pura locura, gente corriendo, gritos estridentes en medio de la batalla.

Torrente avanzaba con un objetivo claro: demostrar que ni la pureza del arte ni la violencia de la vida podían existir en un vacío, sino que coexistían en un espacio repleto de matices y contradicciones.

“¡Arqueros de la Mugre !”, gritó mientras una flecha le rozaba el hombro. “¡Este no es el fin! ¡Es el principio de una venganza que ni siquiera podéis imaginar!”

Los mugreros, ahora algo perdidos ante el repentino despliegue de terror y diseño caótico, comenzaban a retirarse.

Algunos, en su rabia y confusión, lanzaron sus arcos abandonando la lucha, mientras el eco de las explosiones y el fuego se alzaba por encima de sus protestas.

Y así, entre la justicia y el horror, Torrente se consumía entre la adrenalina y la Devoradora, sabiendo que no había un camino de vuelta. La lucha que él había elegido no era solo para destruir, sino para enriquecer. Era un grito de libertad mezclado con desesperación, una batalla de ideas en la que la justicia parecía ganar la partida.

Al final del día, la Ciudad de Barcelona había sido testigo de una lucha épica, una orgía de arte y anarquía, donde cada explosión y cada bocanada de fuego parecía un verso rompedor en un poema de revolución.

Torrente, de pie sobre un promontorio de flechas rotas y escombros brillantes, comprendió que la verdadera devoradora de la mugre era su capacidad de abrazar la contradicción y aceptarla como parte de la vida humana.

En ese mismo instante, sonó su teléfono con un mensaje de su viejo amigo: “¿Qué tal el turismo cultural en Barcelona, Torrente?” La risa brotó de sus labios, porque en el fondo sabía que en la locura siempre hallaríamos la mejor manera de vivir.