Carta de un desconocido a un taxista

Carta de un desconocido a un taxista

Estimado amigo, compañero de tantas conversaciones robadas al bullicio de la ciudad,
Hoy, encaro la hoja en blanco como quien cruza un puente colgante, temeroso de lo que puede haber al otro lado, consciente de que estas palabras quizá nunca lleguen a tus manos.

Sin embargo, hay un impulso cuya voz resuena en lo profundo de mi ser, y siento que debo plasmarlo.

Han transcurrido meses desde la última vez que tomé tu taxi en la esquina de Guipúzcoa y Prim, aquel lugar donde nuestras vidas se entrelazaron en breves instantes, donde la rutina se desvanecía en el murmullo del asfalto y el sonido del motor.

Mis visitas diarias a la Residencia se convertían en la sencilla excusa de compartir fragmentos de mi existencia, retazos de una vida que hoy se siente más despojada que nunca.

Te recuerdo ahí, siempre con ese gesto amable y esa mirada que parecía descifrarme sin que yo pronunciara una sola palabra. Era en esos momentos, en la soledad compartida de nuestros trayectos, donde hallaba un refugio.

En tu taciturna presencia encontré una tregua en la lucha desigual contra la inminente pérdida.

La pérdida fue mi compañera más fiel. Mi esposa, quien había sido mi todo, comenzó a desvanecerse en un océano de confusión y desamparo. La enfermedad la alejó de mí, y su esencia, una sombra temblorosa de lo que alguna vez fue, se apagaba lentamente.

Recuerdo el andar errático que la llevó a buscar algo que nunca hallaríamos, y las malditas pastillas que, lejos de devolverle la dignidad, le arrancaron hasta el último vestigio de humanidad.

En aquel hospital helado, la mirada impersonal de los médicos se convirtió en su último consuelo.

No supimos cuándo se marchó; solo al levantarla, al descubrir su cuerpo frío, comprendí que había partido hacia un lugar donde el dolor no existiría.

Por más que mi presencia fuera permanente ella fue olvidándome por su enfermedad. Y su presencia constante comenzó a ser un problema para sus cuidadores. Iba de un lado a otro sin parar. Los cuidadores la atiborraron a calmantes. Y pasó lo que debíamos haber evitado. Cayó. Tantas pastillas la desequilibraron aún más. No sólo había perdido su dignidad cómo persona.

Con las pastillas se logró quitarle cualquier asidero meramente físico, ése que hace que cualquier animal luche por vivir más allá de la vida privilegiada del ser humano.

El trato en el Hospital no creo que fuera el mejor. La miraron durante cuatro horas. Me llamaron. Fuimos todos. Mis hijas. Mis yernos. Hasta una nieta. La enviaron a la Residencia de nuevo. Está bien. Nada de que preocuparse. Murió.

No sabemos a qué hora, se dieron cuenta al levantarla. Eran las ocho. Supongo que se podía hablar de negligencia por parte del Hospital. También de la Residencia. Pasó con mi padre cuándo no lo quisieron atender («El Hospital es para los vivos. No para los que se están muriendo»)Mi madre le pidió que se lo dieran por escrito. Así consiguió que muriera sedado. Más tranquilo. También acabaron con ella con un medicamento demasiado fuerte. A mi suegro no le hicieron caso hasta que cogió la neumonía. Ya era tarde. Así cayeron todos.

¿Fue este un fracaso del sistema? ¿Un eco de la indiferencia que rodea a los ancianos, reducidos a sombras de lo que un día fueron?.

A menudo pienso en mis padres y en mi suegro, cada uno un faro apagado en una isla desierta de olvido. Y aquí estoy, un jubilado que contesta a la vida con cuestionamientos verticales, interrogando la fragilidad de nuestra existencia.

¿Acaso somos más que una cifra en un informe? ¿Más que un estorbo en una máquina que avanza sin mirarnos siquiera?.

El otro día te vi en televisión, allí, en medio de taxistas que mostraban las luces de Navidad. Hubo un momento fugaz en que tu imagen resplandeció en mi memoria, generando un eco de nostalgia.

Ahora vivo en Masnou, acompañado de mi hija, lejos de aquella parada, de tus trayectos, de nuestra complicidad hecha diáfana a través de las palabras.

En este rincón del mundo, quiero que sepas una cosa: te agradezco. Agradezco cada kilómetro recorrido, cada conversación compartida, cada rayo de comprensión que me ofreciste sin pretenderlo.

No sé si alguna vez leerás esta carta, pero créeme, tenía que decírtelo: la deuda que siento no es solo de explicaciones, es también de gratitud.

Sé que seguirás cruzando las calles de Barcelona, mientras yo permanezco aquí, aferrado a la memoria de esos instantes, contemplando las sombras de aquellos que se han ido y que llevamos con nosotros, como un eco inquebrantable.

Gracias, amigo desconocido. Que la vida te trate con un poco más de dulzura de la que nos ha otorgado a nosotros.

Jamás te dije mi nombre: soy Joaquín, el que rodó El último cuplé con Juan de Orduña, acuérdate que esa fue nuestra primera conversación.

Moriré aquí en Catalunya y aquí me enterrarán ,no quiero volver a Córdoba en un ataúd.