Torrente 7 (4 parte) USA Revenge
Era una tranquila mañana de primavera en la ciudad de Washington D.C. El sol brillaba, las palomas picoteaban a su antojo, y el aire olía a café recién hecho.
En medio de este idílico paisaje se encontraba un hombre cuya trayectoria había dejado huella en la historia, el expresidente Barack Obama. Mientras paseaba por los jardines de su nueva mansión , sumido en pensamientos sobre progreso y esperanza, su tranquilidad se vio interrumpida por una figura enérgica y un tanto desaliñada.
«¡Eh, Obama! ¡Hombre de color! ¿Qué tal si nos tomamos un café, eh!» El acento era estridente, casi musical en su grotesca excentricidad. Era el famoso personaje español, José Luis Torrente, que, con su habitual falta de respeto por las normas y un gusto peculiar por la moda, hacía su entrada triunfal.
Obama, con su habitual compostura, alzó una ceja. «¿Torrente, no? ¿Qué te trae a la capital del mundo? ¿Alguna misión secreta de la que no estoy al tanto?»
«¡Nada de misiones secretas, amigo! A veces me gusta cambiar de aires. Madrid está muy bien, pero ya sabes cómo son estas cosas. Además, he puesto mis ojos en el modelo de la sanidad americana. He escuchado que tiene mucho que aprenderse», respondió Torrente, mientras sacaba de su chaqueta un enorme bocadillo que probablemente era un artefacto culinario de mala calidad.
Obama sonrió, recordando que la sinceridad del cómico podía ser más valiosa que muchos discursos pulidos. «La sanidad, dices. Te advierto que es un tema delicado aquí. Podrías acabar en una reunión con médicos y más médicos. Y te aseguro que ellos no tienen nada de humor.»
Torrente le hizo un gesto con la mano, como si estuviera ahuyentando moscas. «¡Pff! No hay problema. Tengo un cargamento de historias y algo de… cómo decirlo, improvisación. A veces la mejor medicina es una buena risa. Dímelo a mí, que he visto cosas que ni los mejores humoristas podrían inventar.”
«Eso es indiscutible», contestó Obama, divertido. «Pero, ¿has considerado que a veces la risa puede ser un poco… arriesgada? Como tu manera de conducir.»
«¡Conducir! Eso es un arte. La gente no entiende lo que es ir en la dirección que quiere tu corazón. Aunque los semáforos digan lo contrario».
Obama no pudo evitar reírse. «Quizás tengas razón, pero yo prefiero conducir en el carril que lleva al futuro. Aunque, para ser sinceros, he visto a algunos en el Congreso que parecen ir en dirección contraria.»
«¡Ah, el Congreso! Lo conozco bien, he estado allí. A veces siento que debería ir con mi traje de superhéroe. ¡Torren-tino, el salvador de la política! Lanzando bromas a los legisladores mientras salvan el día», exclamó Torrente, gesticulando como si estuviera en el escenario de un teatro.
«Quizás deberías presentarte a las elecciones. Estoy seguro de que captarías la atención de muchos, aunque no sea de la manera que esperabas», sugirió Obama con una sonrisa irónica.
«¿Yo? ¿Presidente? Eso significaría tener que usar traje todos los días y dejar de lado mi chándal favorito. ¡Ni loco! Prefiero ser el rey del sofá, que es donde realmente se toman las decisiones cruciales, compañero», contestó Torrente, mientras se acomodaba en un banco como si fuera el trono de un monarca.
La mirada intensa, contemplativa, recorría el paisaje verde cercano a su mansión.
Obama se dejó llevar por el guiño del momento y replicó: «Te diré algo, Torrente. En la política, el humor es un arma de doble filo. Un mal chiste puede hacer que te devoren vivo, aunque también, en la medida adecuada, puede iluminar incluso los corazones más endurecidos.»
«¡Exactamente! Hay que saber cuándo soltar la bomba de la comedia en la cara del sistema. Por ejemplo, a mí me han dicho que si me llevo a algunos senadores a un bar, podría manejar la política de otra forma, aunque de la forma que sea, siempre acabo siendo el más lúcido de la sala», dijo Torrente, mientras gesticulaba con sus manos como un maestro circense perdido en sus propias fantasías.
La conversación se deslizó hacia anécdotas, donde la risa y la crítica a la política estadounidense se entrelazaban. Torrente comenzó a relatar cómo una vez había confundido una elección municipal con un concurso de talentos, y Obama, apretando los labios para contener la risa, se dio cuenta de que, tal vez, había algo de verdad en aquellas locuras; un mensaje escondido en el estruendo de lo absurdo.
«Podrías considerar unirte a mí un día en el Capitolio. Imagina la escena. Torrente, frente a senadores y congresistas, haciendo malabares con los números del presupuesto mientras yo trato de contenerme de reír. Sería un espectáculo digno de las páginas de la historia», sugirió Obama con una chispa de ingenio.
“¡Eso sería un despliegue de comedia! Pero te advierto, mis trucos son más efectivos que el mejor discurso político. Una sonrisa puede abrir puertas que las promesas no logran. » Torrente alzó su bocadillo como si fuese un trofeo. “Y en cuanto a mí, el lugar que más me gusta para tomar decisiones cruciales es aquí, en este banco. ¡El rey del sofá, amigo!”
Y así, mientras el sol se alzaba en el cielo, ambos hombres compartieron una conexión inusual, una mezcla de culturas y estilos que traducía el absurdo en una reflexión profunda sobre la vida política. El aire se llenó con risas, un delicioso intercambio de sarcasmo y sabiduría en una corriente de genialidad que ambos nunca habrían imaginado.
La vida continuaba, pero ese encuentro entre una mente de Jefferson y un pobre diablo que se creía superhéroe perduraría en el aire como un eco extraño.
Capítulo 2
Era un día nublado, pero los cielos grises no podían ofuscar el resplandor del escándalo que se cocinaba. Los ecos de la historia resonaban no solo en las paredes de la corte, sino también en las calles de una ciudad donde el transporte va más allá de meras aplicaciones y tarifas. Era un pulso de la sociedad moderna, donde las promesas de tecnología se entrelazaban con pasiones humanas.
Las revelaciones surgían de los llamados «Uber Files», una serie de filtraciones que exponían las maniobras de una de las empresas más enigmáticas y controvertidas del siglo XXI.
Detrás de cada documento había un trasfondo humano, niveles de ambición que desdibujaban la línea entre la revolución y el oportunismo.
Allí estaba Horace Rumpole, un abogado de defensa cuya reputación se había forjado en juicios épicos y bajos suburbios. Rumpole encarnaba el espíritu de una era pasada, mientras que su vida diaria se desarrollaba en un mundo que parecía más inclinado a rendirse a la tentación de la disrupción que a luchar por la justicia. Esta vez, sin embargo, tenía compañía. A su lado, el caricaturesco Torrente, un ex-policía de la trapacería que había hecho de la comedia su refugio y su herramienta.
“¿Y qué tenemos hoy, Rumpole? ¿Un espectáculo de teatro político donde los protagonistas somos nosotros?” dijo Torrente, mirándolo con un guiño. “Porque, amigo mío, no soy un espectador en este circo. Aquí estamos para ver a los caballeros de Silicon Valley sudar un poco”.
Rumpole sonrió con ironía. “Los sudores son lo de menos. Aquí se trata de un juego donde el precio nunca se paga con dinero, sino con la creencia pública en lo que es correcto”.
Al entrar Barack Obama, la sala se llenó de un susurro colectivo, como si el propio aire se inquietara. El ex-presidente, con su aplomo habitual, sabía que su legado estaba en juego. Había que lidiar con una amalgama complicada de admiración y crítica.
“Entonces, señor presidente”, interrumpió Rumpole con astucia. “¿Fue su administración un aliado de Uber o simplemente un espectador pasivo ante su ascenso a la gloria?”.
Obama, con una sonrisa que ocultaba solo una fracción de incomodidad, respondió: “Mi intención siempre fue crear un ambiente propicio para la innovación, pero reconozco que las consecuencias son a menudo más complejas que las decisiones iniciales”.
Un murmullo recorrió la sala. Torrente, que había permanecido en silencio, decidió prender fuego a la charla. “¿Innovación o manipulación?” preguntó. “Porque a veces se parece más a un juego de cartas donde solo los matones se llevan la mejor mano”. El juez mandó callar con un martillazo impresionante.
Los Uber Files no eran documentos; eran piezas de un engranaje cósmico cuya lógica escapaba a toda comprensión.
José Luis Torrente estaba allí, observando cómo los abogados discutían en lenguas extrañas que se descomponían en frecuencias indescifrables. La sala del tribunal se transformaba constantemente; las paredes respiraban, las luces parpadeaban como estrellas moribundas, y las palabras de los protagonistas resonaban como ecos de una inteligencia superior.
«Estos archivos son más que números y nombres», dijo Garganta Profunda, su voz reverberando como si saliera de todos los rincones de la sala a la vez. «Son el mapa de la realidad misma. La empresa no solo controla los taxis, controla cómo percibimos las calles, las ciudades, nuestros propios movimientos.»
Torrente, cuya mente siempre había sido más práctica que filosófica, intentaba procesar lo que oía, pero las palabras se mezclaban en su cerebro como piezas sueltas de un rompecabezas. «¿Qué cojones está pasando?», murmuró para sí, mientras ajustaba el cinturón que llevaba como si fuera un talismán contra la locura circundante.
Las revelaciones de estos documentos habían expuesto prácticas cuestionables que involucraban a la administración, en una época en que el crecimiento desmedido de la economía gig comenzó a desplazar a los trabajadores del taxi.
La fiscalía aseveraba que Obama y sus asesores habían facilitado, quizás incluso promovido, un entorno donde las empresas de transporte como Uber podían operar sin un control adecuado, en detrimento de los derechos laborales de los taxistas.
“Se vendió al pueblo estadounidense la ilusión de que la innovación era sinónimo de progreso”, argumentó el fiscal, “pero en realidad, hemos sido testigos de una explotación sistemática de los trabajadores más vulnerables”.
En el rincón contrario, destacaba Horace Rumpole, el famoso abogado defensor conocido por su ingenio mordaz, su sentido del humor y su inquebrantable sentido de la justicia.
Con su eterna toga arrugada y su aire despreocupado, Rumpole se levantó y dirigió su mirada a los jurados, que parecían divididos entre la incredulidad y la curiosidad.
Él sabía que los taxistas eran la verdadera razón detrás de esta controversia y se preparaba para presentarlos como los héroes anónimos de nuestra sociedad.
“Mi distinguido jurado”, comenzó Rumpole, “hoy hemos sido convocados no solo para determinar la culpabilidad de un hombre que ha gobernado la nación, sino para abordar un tema más profundo: la dignidad del trabajo y la voz de aquellos que, en su silencio, hacen posible que nuestros días transcurran sin contratiempos”.
Rumpole se dirigió a los taxistas presentes en la sala, muchos de ellos aún con sus uniformes de trabajo. “Aquí están los hombres y mujeres que, aun enfrentando la tormenta, han sido la columna vertebral de nuestra economía urbana. Mientras unos pocos se enriquecieron, ellos se preocuparon por la seguridad de sus pasajeros, desplazándose de un lado a otro, haciendo de nuestras ciudades un lugar más accesible”.
En su argumentación, Rumpole enfatizó que la culpa no recaía únicamente en Obama, sino en un sistema que había permitido la corrupción y la falta de regulación, “Un contrasentido, un mal sueño para quienes trabajan duro por unos pocos centavos en sus cuentas. No puede ser que a la economía gig se le permita operar como un mundo paralelo, donde la ética se disuelva en el aire”.
Rumpole, siempre hábil con las palabras, aprovechó el momento para referirse a los Uber Files. “Las revelaciones de estos documentos son un indicativo de un desastre, un clamor de quienes se han sentido olvidados en el camino hacia el progreso. Pero no podemos culpar solo a un hombre; la responsabilidad debe ser compartida por todos los que miraron para otro lado”.
Con su característico sentido del humor, añadió: “Si vamos a buscar culpables en esta sala, entonces que busquemos también a los que decidieron hacer la vista gorda por dinero fácil. No dejemos que la sombra de la política oscurezca la voz de nuestros taxistas”.
Al concluir su alegato, Rumpole se dirigió al jurado con una mirada encendida de determinación: “Así que, queridos miembros del jurado, al ponderar su decisión, recuerden que este juicio no es solo sobre un expresidente y sus asesores, sino sobre el futuro de la dignidad laboral en nuestro país. El verdadero reto es asegurarnos de que la voz de los trabajadores no sea suprimida, que se escuche alto y claro en el ecosistema económico que hemos construido”.
La sala estalló en aplausos, y el aire se llenó de un sentido de esperanza. Rumpole, con su ingenio habitual, había elevado el discurso hacia un propósito mayor: recordar la importancia de la justicia social. La decisión final del jurado sería un símbolo de cómo la sociedad valoraba no solo la figura de Obama, sino, sobre todo, a los que en su día a día sostenían el peso de la economía con sus propias manos, los taxistas.
La expectación se tornó palpable mientras la sala de deliberación se cerraba, dejando un eco de reivindicación en el aire. Lo que aconteciera después en el juicio no solo afectaría a los involucrados, sino que resonaría en toda la nación.
Fuera del tribunal, las protestas de los taxistas eran un espectáculo. Sus gritos se repetían en bucles, sus pancartas aparecían y desaparecían, y sus movimientos parecían sincronizados con una lógica demasiado humana para estos tiempos desequilibrados.
Nueva York siempre había sido una ciudad en fuga, una ciudad que vivía entre el eco de sus rascacielos y las sombras de sus habitantes, más presente en los recuerdos de quienes la soñaban que en la vida de quienes la padecían.
Cándido, un hombre cuyo rostro parecía un mapa de equivocaciones, llegó sin quererlo. Sus pasos, dubitativos como si la ciudad lo rechazara, lo llevaron hacia el tumulto, hacia los activistas del taxi.
Voces enardecidas, carteles con consignas repetitivas, cánticos que sonaban más a lamentos que a canciones. Era una protesta, sí, pero también era un ritual, un teatro sin guion, una representación de algo que todos entendían pero nadie podía explicar. Y allí estaba Cándido, varado como si el mundo entero hubiera decidido girar sin él.
Los activistas gritaban, y Cándido los escuchaba como quien oye a los fantasmas. No eran individuos; eran una sola voz, un grito colectivo que se deshacía apenas tocaba el aire. Entre ellos, los hippies, una figura discordante, una presencia anacrónica que se movía como si los años sesenta no hubieran terminado. Sus ropas gastadas, sus flores marchitas, su música que resonaba como un eco lejano. Cándido los observaba y no podía evitar la sensación de que eran otra cosa, algo fuera de lugar, como si existieran más allá de la protesta, más allá de la ciudad.
Alguien le habló. Torrente, un hombre que gritaba con la furia de los que saben que la injusticia nunca se resolverá, que la lucha es un círculo sin fin. «!Justicia para el taxi!», decía, mientras las palabras chocaban contra las paredes del Plaza y volvían como un murmullo apagado. Cándido quiso responder, pero las palabras se quedaron en su boca, atrapadas como el aire espeso de Nueva York.
Miró a Torrente y pensó que todos eran como él, hombres y mujeres atrapados en un engranaje que no podían detener.
Un hippie, sonriendo como si la protesta fuera una broma, se acercó y le dijo: «Amigo, esto es vida. Esto es teatro. Esto es libertad.» Y Cándido lo escuchó con una mezcla de fascinación y desprecio. ¿Libertad? ¿En qué podía consistir la libertad si todo estaba condenado a repetirse, si la lucha no era más que otro acto en un teatro sin espectadores?
Y entonces apareció ella. Melania Trump, una figura que se dibujó entre la multitud como un espectro que había cruzado el umbral del tiempo. Su presencia era extraña, su rostro inexpresivo, su voz suave como si hablara desde un sueño. Se acercó a Cándido y le dijo: «La revolución no se planea. La revolución es el caos. Es la vida.» Y Cándido, sin entender del todo, sintió que algo en sus palabras tenía sentido, aunque no podía explicarlo.
La protesta continuó. La música llenaba el aire como un grito contenido, y Cándido, perdido entre los activistas y los hippies, comenzó a moverse. No sabía si estaba bailando o si simplemente se dejaba llevar por el caos, pero en ese momento algo cambió.
Entendió que la lucha no era la solución, que la lucha no era más que otra forma de aceptar la derrota. Pero también entendió que la derrota no importaba. La vida seguía, y en esa continuidad absurda, había algo parecido a la esperanza.
Y así, mientras la ciudad se perdía en su propio ruido, Cándido se convirtió en parte de ella, en parte de una multitud que no buscaba justicia sino un lugar en el mundo.
Nueva York, el Hotel Plaza, los taxis, los activistas, los hippies, todos eran piezas de una historia que no terminaba, que no podía terminar. Porque la vida, como la lucha, siempre había sido un círculo.