Vértigo de entre los muertos

Vértigo de entre los muertos

Vértigo de entre los muertos

Al entrar en casa de Montserrat Roig sorprendía su cama en medio del comedor y su tocadiscos cargado de obras de Wagner.

Mario Bethania, el sagaz detective de mirada penetrante y aires de cinismo que recordaban a un joven Marlowe, se encontraba inmerso en un intrincado caso.

La Comisión de Competencia había despertado sospechas sobre posibles irregularidades en su toma de decisiones en el sector del transporte por auto taxis y Bethania no estaba dispuesto a dejar pasar la oportunidad de desentrañar los trapos sucios que se escondían tras el rutilante telón de su sede en la calle Badajoz.

Con su gabardina raída y su sombrero ligeramente inclinado, Bethania se adentró en el submundo de la Asociación de la Competencia dispuesto a escarbar en lo más profundo de sus secretos.

Las calles de la ciudad bullían de intrigas y traiciones, y él estaba decidido a desenmascarar a aquellos que se ocultaban tras una fachada de legalidad.

Bethania se movía con sigilo entre los gremios de taxistas, recopilando información y tejiendo una red de contactos que le permitiera desentrañar la maraña de intereses ocultos que rodeaba a Competencia.

La escritora Montserrat Roig acababa de rechazar a Goytisolo quizás por lo arrastrado suplicando su amor.

Tenían una reunión de amigos intelectuales subiendo hacia Ciurana, en el albergue del montículo desde el que se vislumbraba el pantano.

Allí, en un pequeño prado donde las vistas sobrecogían, Víctor Mora daba la tabarra a la niñera de Montserrat ,salvaje belleza y la auténtica atracción de una velada de intelectuales que acumulaban más dudas que certezas.

El problema para Mario Bethania es que esa niñera era su novia y tenía que aguantar los constantes acercamientos de esos buitres expertos.

”Escribo con el cerebro, pero pienso con mi bragueta. ”Un descarado Vázquez Montalván iba tomando posiciones también delante de la niñera, la amiga de Montserrat Roig que le robaba el protagonismo. A ella y a su precioso 2 caballos que acababa de comprar.

“Y bien Mario, ahora que eres ¿detective, taxista o activista de Élite Taxi?.

Mario Bethania tenía todas las dudas: ”Desde luego que taxista, que me da de comer. Lo de detective ya lo había dejado, pero me sugirieron los de Élite que no podía haber nadie mejor para desentrañar los meollos que habían desembocado en la persecución de la asociación. La famosa multa de 120.000 euros por denunciar el esclavismo de la economía gig.”

Montserrat Roig sonreía, no acertando a entender de que iba aquello. Tampoco lo entendían Lluis Llach o Maria del Mar Bonet que igual se habían quedado anclados a sus reivindicaciones durante la dictadura. O quizás se habían hecho a la idea de comprar barato en los bazares chinos y engancharse a las ofertas de los Uber. Total, que sabían ellos de las tributaciones en Delaware o de que hacían un trabajo que era de los taxistas. Ya se habían matado en traer una democracia que no era muy diferente de la anterior dictadura. Y no digamos cuando en su día defendieron a la Unión Soviética frente a un Santiago Carrillo que fundaba el Eurocomunismo. Para que más líos. Entre lo que tenían y lo que le dieron los comunistas vivirían como dioses aunque sus hijitos jamás llegaran a entender nada.

Para Mario vivir del taxi significaba trabajar cuando quería, incluyendo sábados y domingos. Peor fue su experiencia detectivesca donde aún acumulaba varias deudas por saldar. Temía un ajuste de cuentas si no saldaba lo que quedaba pendiente del alquiler, por ello puso empeño en descubrir los entramados de Competencia.

Les respondió a su indolencia: ”El taxista necesitaba una voz, la voz del periodista investigador, una voz crítica, una voz desde dentro informada casi mística. Algo así como reventar a un país comprado por tanta subvención de partidos y sindicatos. Ese ejemplo no conviene. Esa multa es el resultado. Envidia a los que los han puesto en evidencia. La derecha de siempre y una izquierda que piensa en los panes que no se zamparon sus padres en la posguerra para comer langostinos hasta reventar.”

Montserrat Roig fue la última en ser izada, aunque más difícil fue que Baena cupiera por la ventana. Algo que no pasó con Albert Álvarez gracias a la dieta estricta de su cheerleaders’wife.

Fontanet, Eduard y Fran iban buscando el papel que era la consagración de la vuelta a la Edad Media en el reinado de Felipe VI: La multa de la vergüenza del régimen heredero del franquismo y del emérito comisionista.

Así como los nazis veneraban el Santo Grial, en Competencia aparecían los collares de Carmen Polo de Franco por cada cajón registrado. Sin embargo, el dictamen contra Élite estaba junto al brazo incorrupto de Santa Teresa. Sobresalía entre sus dedos. Agarrado como una monja agarra al miembro del Papa. Baena no podía soltarlo. Albert tuvo que cortarle un dedo que Montserrat Roig reparó con garbo.

Albert lo alzó como Ramsés II elevó el papiro que le garantizaba la inmortalidad en el Valle de los Reyes. Montserrat Roig le quitó la solemnidad limpiándose el trasero que forjó su leyenda al nivel de Tina Turner. Ese culo que tanto idolatró Goytisolo hasta arrastrarse como un chihuahua imprimía justicia, la que tanto necesitaba España tras las andanzas del emérito.

Mario Bethania no lograba la sobriedad, había tomado absenta y los efectos eran catastróficos. Había subido al cementerio de Montjuïc y entre tanta tumba de escritores fallecidos estaba la de su amor adolescente. Al lado yacía su amiga, la escritora Montserrat Roig. En medio había un nicho en estado ruinoso. Observó varios cadáveres ya putrefactos. Alguien había dejado una nota amarillenta en condiciones degradadas.

Debajo de una suciedad marrón, parecida al color de las heces podía vislumbrar una frase: Vuestra indignidad os condenó al infierno
Montserrat Roig

En ese nicho estaban los hombres pescado, los cadáveres de Competencia tal como había insinuado Abdul Alhazred en el Necronomicon, cuyo único ejemplar se encuentra en el Monasterio de Simancas.