Torrente 7 (8@parte) Un demente y su profeta

Torrente 7 (8@parte) Un demente y su profeta

La Odisea de Torrente en Las Vegas

Las Vegas, ese abismo de neón y depravación, se alzaba ante Torrente como una afrenta personal, un testamento luminoso a la irrefrenable marcha hacia el abismo moral. Su otra obra maestra taxi, su maltrecho y sudoroso paladín contra la marea de la vulgaridad, se abría paso entre la chusma turística, esas masas andantes que, con sus gafas de sol imposibles y sus cócteles de colores chillones, confirmaban la inminente caída de la civilización occidental.

Torrente, con el bigote temblándole de furia contenida y el uniforme de conductor inmaculado como una última trinchera de la decencia, aferraba el volante con la desesperación de un Quijote moderno.

¡Esas aplicaciones demoníacas! ¡Esas VTCs desalmadas! Estaban socavando los cimientos mismos de su noble profesión, transformando el sagrado oficio del taxista en una mera extensión de una pantalla sin alma.

«¡El taxi es un santuario rodante! ¡Una catedral de la conversación humana ante Jesucristo en la cruz!», bramó al vacío opresivo de su habitáculo, mientras la influencer de turno, ajena a su trascendente lamento, mascullaba monosílabos al diminuto altar de su teléfono.

El sudor le resbalaba por la frente, una cascada salada de indignación. La conspiración, un hedor fétido de eficiencia deshumanizada, acechaba en cada esquina. Allí, frente al casino de luces obscenas, aguardaba una hilera de VTCs: silenciosos, sin historia, meros instrumentos de lucro.

Abominación.

La bilis le subía por la garganta, un brebaje amargo de rabia y determinación. Él, Torrente, el último bastión de la cordura en un mundo que se precipitaba hacia la locura digital.

Aceleró con la furia de un cruzado, su taxi convertido en un misil de resistencia, una bala de cañón disparada contra la deshumanización rampante.

Entonces, la visión. El rostro de Donald Trump, hinchado y grotesco como un dirigible de feria, flotó en su mente, una mueca de charlatán que vendía ilusiones baratas.

«¡Ese bribón! ¡Ese campeón del neocapitalismo más obsceno!», rugió José Luis Torrente, golpeando el volante con la fuerza de mil siglos de injusticia acumulada.

Las luces de Las Vegas vibraban, exigiendo acción. El teléfono, ese artefacto de la modernidad, se convirtió en su arma. Grabó su mensaje al mundo: «¡Esto es por la humanidad! ¡Por la camaradería perdida! ¡Por cada taxista que ha escuchado una buena historia de un pasajero con el alma aún intacta!«.

Las Vegas era un pandemónium de sonidos, neones y el sudor pegajoso de la decadencia. Su taxi avanzaba, y con él, el último estertor de resistencia.

El Encuentro Inesperado

El taxi de Torrente, ahora un proyectil de furia justiciera, zigzagueaba por el tráfico con la misma intensidad febril con la que un inquisidor purgaría herejes.

La ciudad era un festín para los sentidos más bajos: turistas desprovistos de vergüenza, engullendo brebajes azucarados; neones que ululaban promesas de riqueza mientras desplumaban sin piedad a sus víctimas.

Torrente no se detenía. No podía. Su misión, tan quijotesca como urgente, era la de un anacoreta en el desierto de la modernidad.

Mientras su monólogo de protesta resonaba en las catacumbas de su cráneo, el destino –o quizás una broma cósmica de proporciones verdaderamente crueles– le tendió una emboscada.

En un recodo del bulevar, encorvado sobre una bolsa de papas fritas grasientas, con la solemnidad de un oráculo que diserta sobre el fin de los tiempos, aguardaba Ignatius J. Reilly.

La figura era inconfundible: una mole de carne y tweed que desafiaba toda lógica anatómica, su atuendo, una reliquia de alguna época que jamás existió, proclamaba su estatus de bastión contra la barbarie contemporánea.

El detective frenó en seco, el chirrido de los neumáticos un lamento en el coro de la decadencia. ¿Era una alucinación inducida por el calor y la indignación? ¿O el universo, en su infinita y perversa sabiduría, le había enviado un camarada en su cruzada contra las fuerzas del progreso sin alma?

«¡El mundo se consume en la vileza de la tecnología! ¡Un festín para los necios y los depravados!«, tronó Ignatius, como si el propio cielo le hubiera investido con la sagrada obligación de la profecía.

José Luis, con el pulso acelerado por la locura del momento, sintió un escalofrío en la médula. ¿Sería posible que Ignatius compartiera su desprecio por las VTCs, esa manifestación tangible del mal encarnado?

«¡Hombre! ¡Sube! ¡Debemos luchar contra el enemigo digital que nos reduce a meros engranajes de su impío sistema!», gritó Torrente, abriendo la puerta del taxi con un gesto de urgencia mesiánica. Ignatius lo observó con una mezcla de curiosidad desaprobatoria y juicio severo, como si sopesara la valía moral de una rata de alcantarilla.

El hombre era un relicario de pensamientos arcaicos, una mente que percibía cada cambio social como una afrenta personal. «Un taxi», dijo, con un gesto de absoluto desdén, como quien concede un favor a un sirviente. «Me parece un medio de transporte aceptable. Al menos no es una de esas abominaciones controladas por aplicaciones que convierten a los conductores en esclavos y a los pasajeros en cómplices de su propia degradación«.

El motor rugió, un eco gutural en el pandemónium de Las Vegas. El taxi se convirtió en una bestia indomable, avanzando como una cruzada moderna contra la blasfemia tecnológica.

Las Vegas ardía en su propia decadencia, pero en su interior, dos hombres, dos visionarios incomprendidos, dos heraldos de la locura, habían encontrado su propósito en el caos.

Una Alianza Inestable

La alianza entre José Luis e Ignatius prometía ser un torbellino de discordia, un ballet de delirios compartidos y un choque épico de egos monumentales.

Al principio, Torrente vería en Ignatius a un cómplice providencial en su cruzada contra las VTCs y la implacable deshumanización del mundo moderno.

La retórica ampulosa y los monólogos interminables de Reilly encajarían con la paranoia febril de José Luis como guante en mano.

Sin embargo, no tardarían en descubrir que, aunque compartían una aversión visceral por la tecnología, sus perspectivas del mundo eran diametralmente opuestas, como dos polos magnéticos que se repelen con la misma fuerza con la que se atraen.

Ignatius, con su desprecio intrínseco por el trabajo manual y su obsesión con la teología medieval y los diagramas cosmológicos, no tardaría en denunciar el taxi como un símbolo decadente de la servidumbre proletaria.

Torrente, por su parte, intentaría convencerlo de que era una profesión noble, un bastión de la camaradería y el intercambio humano. Esta discrepancia los conduciría a acaloradas disputas dentro del claustrofóbico habitáculo del vehículo, mientras atravesaban Las Vegas con el aire de una guerra filosófica.

El punto de inflexión llegaría cuando Ignatius, con su habitual y desarmante lógica retorcida, insistiera en que debían derrocar el sistema capitalista y reinstaurar una economía basada en el trueque y la producción artesanal de salchichas (en su caso, siguiendo el modelo de venta que alguna vez intentó imponer en Nueva Orleans). José Luis, horrorizado ante la perspectiva de perder su taxi para vender embutidos en las calles, lo confrontaría con un argumento más visceral y fundamentado: «¡El taxi es cultura! ¡Es la resistencia contra el aislamiento digital y la inanición espiritual!»

No obstante, cuando un pelotón de conductores de VTC agraviados por un altercado en un hotel de lujo, los persiguieran con sed de venganza, los dos se verían obligados a aunar fuerzas en una efímera tregua. Torrente manejaría con la destreza de un gladiador urbano, mientras Ignatius, desde el asiento trasero, proclamaría diatribas contra la tiranía de los algoritmos y el inexorable declive moral de la sociedad.

Juntos, aunque en un estado de constante fricción y mutua exasperación, se convertirían en una dupla inesperada, dejando tras de sí un rastro de caos, discursos inflamados y la promesa inminente de un nuevo apocalipsis.

La gran incógnita que se cierne sobre esta improbable sociedad es: ¿cuánto tiempo podrá José Luis resistir la tentación de abandonar a Ignatius en medio del desierto y huir a toda velocidad, dejando al profeta gordo a merced de las dunas y los buitres del capitalismo?

El Caos Culminante

Mientras, las luces de los VTC, como ojos depredadores, se acercaban por el espejo retrovisor de Torrente.

Ignatius, agitado por la adrenalina, pero sobre todo por la indignación, inició un nuevo monólogo, esta vez dirigido a la vacuidad de los vehículos autónomos. «¡Máquinas sin alma! ¡Cajas de metal que transportan cuerpos inertes hacia una existencia vacía! ¡Oh, la ignominia de la eficiencia sin propósito!»

Torrente, con el sudor corriéndole por la frente y el bigote temblándole de furia, sentía cómo su paciencia se deshilachaba. La voz de Ignatius era una sirena demente que lo empujaba al borde del abismo. «¡Cállese, hombre! ¡Estoy intentando que no nos devoren estas abominaciones con GPS!»

La tensión en el taxi alcanzó un punto de ebullición. Mientras Torrente intentaba una maniobra evasiva en un cruce caótico, un semáforo en rojo que ignoró con desprecio, Ignatius, en un arrebato de su propia lógica retorcida, decidió que era el momento oportuno para un acto de desobediencia civil a gran escala.

«¡La única forma de combatir esta plaga es con el caos primordial! ¡Volvamos a la era de la carroza y el caballo, donde el sudor del hombre era la verdadera moneda!» gritó Ignatius, y con una fuerza sorprendente para su envergadura, arrancó el cable del taxímetro.

El sonido del cable al ceder fue como un disparo en el reducido espacio del taxi. Torrente, horrorizado, sintió que su último vestigio de cordura se desvanecía.

«¡Pero qué demonios hace usted, bestia! ¡Es el sagrado instrumento de mi ganancia, el barómetro de mi honor!»

En ese instante, un claxon ensordecedor. Un camión de reparto, ajeno a la cruzada de estos dos desquiciados, emergió de la intersección.

Torrente viró bruscamente, el taxi patinó sobre el asfalto caliente, esquivando el impacto por milímetros. El chirrido metálico de un roce lateral contra un buzón de correos fue el preludio del desastre.

El taxi, en un giro improbable y majestuosamente ridículo, se estrelló contra la entrada de un casino, justo donde una estatua de un jugador de póquer de tamaño natural se erguía en toda su kitsch gloria.

El impacto desprendió la cabeza de la estatua, que rodó por el suelo con un sonido hueco.

Los airbags se dispararon con la furia de mil volcanes, envolviendo a Torrente en una nube blanquecina.

Ignatius, que había permanecido extrañamente ileso gracias a su propia masa, emergió de la espuma, el flequillo pegado a la frente.

«¡Un acto de divina providencia!«, proclamó Ignatius, sacudiéndose un poco de polvo de la tweed. «¡El progreso ha sido decapitado por la mano de la providencia divina! ¡La Era de la Confusión ha comenzado!»

Torrente, aturdido y con el bigote lleno de polvo de airbag, miró a su alrededor. Turistas gritando, luces parpadeantes, sirenas a lo lejos.

Su taxi, su noble corcel, yacía humeante y destrozado. Y a su lado, Ignatius, ya de pie, ajustándose el cinturón de su pantalón, parecía estar a punto de iniciar una conferencia improvisada sobre la caída del Imperio Romano o la necesidad de reinstaurar el sistema de castas que con tanto éxito pregonaban en Jaipur.

El conductor, que había presenciado el ascenso y la caída de su propia civilización personal en cuestión de minutos, tuvo un solo pensamiento lúcido: «Este es el fin. El progreso nos ha devorado a todos. Y lo peor de todo, me ha dejado atrapado con este… lunático«.

Mientras la policía y los curiosos se acercaban, Torrente solo pudo pensar en una cosa: ¿cómo demonios se iba a librar de Ignatius J. Reilly y, de paso, de la abrumadora y caótica realidad de Las Vegas?

Pensó en ir a votar en la Taula Tècnica del Taxi como una opción para paliar un final desastroso. Aunque primero se arrodilló y pregó a Dios por cordura, por si acaso…..