Torrente 7. Operación French Connection | Contra el imperio Gig
Era una noche lúgubre entre las sombras de Barcelona, iluminada por el destello de luces de neón que danzaban al ritmo de las calles adoquinadas. Un taxi amarillo y negro, uno de esos que se deslizaban como espectros por la ciudad, recogió a dos inusuales pasajeros: Lou Reed, con su presencia melancólica y sus gafas oscuras, y la joven cantante catalana Rosalía, cuyas notas flamencas habían empezado a reconfigurar la escena musical. Se adentraron en un viaje que prometía ser tan desafiante como revelador.
El taxista, un hombre de apariencia cansada, con una barba gris que recordaba más al tráfico matutino que a la sabiduría, miró a través del espejo retrovisor, encontrando un par de miradas intensas. Sus ojos resplandecían con una curiosidad que hacía tiempo había apagado en el borde de la resignación. Como si la conversación ya girara en su mente de antemano, se atrevió a soltar: “Así que, ¿ustedes son los chicos de la música? A ver, ¿Qué nos traen? ¿Algo nuevo o solo ruido?”
Rosalía, sin perder su característico desparpajo, se inclinó hacia adelante, una pequeña chispa en su mirada, y respondió: “No es solo ruido, es el alma de mi tierra, es flamenco, pero también es pop, es la revolución que estamos armando. La música habla de nuestra gente, los de a pie, de los sueños y las penas.”
Lou, con su voz profunda y un tanto sarcástica, se sumó a la conversación: “Pero, ¿realmente hay una diferencia? El ruido, la melodía… todo puede ser lo mismo si hay verdad detrás. La industria ahoga la autenticidad. ¿No crees que el flamenco, como el rock, también se ha diluido en un mar de superficialidades?”
El taxista, ahora totalmente inmerso en la conversación, no pudo evitar reírse: “Mire, yo sólo conduzco, pero aquí en Barcelona todos los días veo a artistas que creen que su música va a cambiar el mundo. ¿Y si no lo hace? ¿Y si solo queda en esto?“,
señaló con un gesto hacia las calles iluminadas que pasaban de largo.
Rosalía, con su corazón en la mano, contraatacó: “Pero, amigo, no puedes decir eso. Cada generación tiene su forma de expresarse. El flamenco lleva la tristeza y la alegría de Andalucía. Yo sólo trato de modernizarlo para que suene real, fresco. Es un homenaje a mis raíces, pero también un grito por la evolución.”
Lou, en cambio, no se daba por vencido: ”Pero esa evolución tiene un precio, ¿no? Una pizza recalentada llenándose de ingredientes que no la hacen más deliciosa. Se trata de ser auténtico. Al final, ¿Quién valora esa verdad? ¿El. público, las discográficas? La lucha nunca termina… y a veces, parece que todo se pierde en el camino.”
Justo entonces, apareciendo en la penumbra de la conversación, como un fantasma con un vestido blanco que hacía eco de su gloria pasada, apareció la figura de Lola Flores. Se asomó como un mito, manifestándose en la mente del grupo, liderando una conversación en la que el tiempo se torcía hacia el pasado: “¡Cosa de locos! —exclamó su voz en el aire cargado de nostalgia. —La música no tiene por qué ser una guerra entre el pasado y el presente, niños. Se trata de las raíces y las alas. En mis tiempos, el flamenco y la música popular eran uno solo. No se trataba de diluir, sino de fusionar“:
Rosalía sintió la presencia de su antecesora, como si Lola estuviera apretando los hombros del presente.
“Tienes razón, Lola, es importante honrar lo que hemos recibido, pero también tenemos que seguir adelante. La mezcla hace que esta tierra siga viva, y no quiero que el flamenco muera en el pasado, sino que vibre en el futuro.”
El taxista, sobrepasado por tanto fuego cruzado, se atrevió a preguntar: “¿Pero entonces, dónde está el equilibrio? En un mundo donde las plataformas dictan qué es lo que es viral y qué no, ¿Cómo encuentran su camino para ser sinceros? ¿O es que ya no hay camino, solo ruido, como dice Lou?”
Lou Reed, después de escuchar a Rosalía y a una ferviente Lola Flores, se reclinó en su asiento pensativo, como si la ciudad que recorría empezara a danzar de manera diferente.
“Quizás, la muerte de un género significa el nacimiento de otro. Quizás, todo este ruido que llamamos música nunca deja de ser una conversación, un diálogo interminable entre almas que buscan algo. Quizás hay que aceptar el caos y encontrar la belleza en él.”
Finalmente, mientras el taxi se movía bajo las luces titilantes de Barcelona, Lou, Rosalía y el taxista encontraron un sorprendente hilo de comunión. En ese instante, comprendieron que, aunque las palabras podían ser desafiantes y las perspectivas divergentes, existía un espacio donde la música, en todas sus formas, siempre tendría el poder de unir, de desahogar las tristezas y las alegrías humanas, una celebración de la vida y el arte.
Y allí, en un taxi entre el bullicio de la ciudad, resonaban ecos de flamenco, rock y susurros del pasado, recordándonos que la autenticidad se encuentra en la conversación, en la mezcla de experiencias, y en el viaje, no siempre recto, que todos estamos dispuestos a emprender.
Torrente 6: Operación Uber Files V
Dos horas más tarde
Era una noche singular en Barcelona, el tipo de velada en la que las calles se convierten en un escenario y los personajes, con su carga de carisma, parecen sacados de un guion de cine. Lou Reed, Rosalía ,Lola Flores y un taxista encaprichado con la filosofía de la música, habían terminado en un lugar que ningún artista, ni siquiera el más rebelde de todos, desea: la comisaría. Todo había comenzado como una conversación vibrante en el taxi y, antes de que nadie pudiera detenerse a pensarlo, se convirtió en un intercambio de puños y palabras afiladas, como si la música hubiera desencadenado un conflicto más grande que sus propias pasiones.
Las luces fluorescentes en la comisaría parpadeaban con desdén, reflejando la fría realidad de aquella noche. Era un collage de personajes pintorescos: un policía con un aire de cansancio permanente, hojas de papel vueltos a medias en un rígido escritorio, y el eco de un ambiente que olía a cigarrillos y frustraciones no resueltas.
En medio de esto, apareció el teniente José Luis Torrente, un cínico del barrio, con más ímpetu que ética, y un desplante que podría arrastrar a cualquier estrella. “¡Los artistas, eh!“, gritó alzando una ceja, su presencia era tanto un espectáculo como una advertencia. Se plantó ante el grupo como si estuviera a punto de iniciar un acto de magia. Su sonrisa burlona y su mirada penetrante atravesaron el grupo, marcando el tono de ese encuentro en la comisaría.
“¿Es que en este país no hay más que dar patadas y gritar entre gitanos y neoyorkinos? ¡¿Qué ha sido de la buena educación?!”
Rosalía, infundida de la energía flamenca que fluyó de sus venas, se dejó llevar por la indignación. “¡Mire, señor! No fue solo un puñetazo. ¡Fue un grito de arte! La pasión a veces se enciende y no puede contenerse en chiquitas palabras.”
Lou Reed, con su clásica actitud de desdén, esbozó una sonrisa sardónica mientras secaba la sangre de la nariz producto del bofetón. “Claro que sí, este lugar es un manicomio, pero eso no es nuestra culpa. Nos detuvimos a hablar de la autenticidad, y de repente nos encontramos debatiendo entre gritos y puños en lugar de acordes. Como dice una canción, date un garbeo por el lado salvaje.”
El taxista, sintiéndose como un niño atrapado entre dos titanes, intervino: “¡Pero yo solo quería llevarles de A a B, y miren dónde estamos! ¿Dónde está la verdad en esto? ¡Deberían estar disfrutando de la música y chorreo de ideas, no pegándose!“. “¡Ah! ¡Y aquí tenemos al filósofo de la Farola!”, Torrente se acercó, dominando el espacio como un maestro de ceremonias en una función de circo. “¿Acaso cree que el arte no tiene consecuencias? A veces hay que elegir entre ser Sylvia Plath o un tipo que no sabe manejar ni su propia vida.”
El ambiente se tornó espeso, como si los aromas de la comisaría buscaran asfixiar cualquier destello de creatividad. Torrente continuó, vigoroso, con su retórica burlesca.
“Escuchen, ustedes son celebritades; sí, sí, ¡los ama la gente! Pero esta es la dura realidad del mundo. En lugar de estar haciendo de Aristóteles , deberían estar en un escenario, haciendo lo que hacen mejor. ¡Cantar, tocar, y dejar a la policía disfrutar de la siesta!”
Rosalía, levantando un dedo acusador, replicó: “¿Y quiénes son ustedes para juzgar nuestra autenticidad? Lo que hacemos tiene un propósito, una voz, aunque a veces estalle en llamas.“
”¡Lo ha clavado! ¿No pueden ver que están debatiendo en un jardín de posibilidades? Vean a Gonzalo, el taxista de dos calles más allá, que cada noche pone su corazón en el volante. Deberían aprender de su humildad, en lugar de pelearse en la trinchera de egos.”
Torrente observó, entre divertido y exasperado. “¡Ustedes tres son como un trío de gatos en un tejado! Pero miren, soy buen tipo, a pesar de que la gente me llama payaso. Así que les propongo un trato: saquen algo bueno de esto. Hagan música, ¡pero por amor de Dios, eviten las peleas en los entreactos y los taxis.”
El surrealismo de la escena, la tensión y la risa se entrelazaron en un instante que se expandió como un acorde vibrante. Al salir del cuartel, Lou Reed exhaló un suspiro. “Aquí estamos, encerrados en un juego absurdo de interpretación. Pero la música sigue siendo el camino, así que, ¿por qué no intentarlo después de esta locura?”
Rosalía sonrió, iluminando el ambiente con su ímpetu: “Por supuesto. Y cuando me suba al escenario, lo haré con una rosa en mi cabello y una espada en el corazón. Los abrazos deben ser más numerosos que las peleas.”
Mientras el taxista miraba a sus dos inusuales pasajeros salir de la comisaría, a gusto entre risas y promesas por renovar su compás, entendió que en cada viaje, ya sea en el asfalto o en el escenario, existían ritmos que no se acaban en una discusión.
Y así, tan surrealista como había comenzado, la noche se desvaneció en un murmullo de acordes, dejando atrás el cínico humor de Torrente, mientras los protagonistas de esta inusual fábula de la música y la vida iban distribuyéndose en diferentes portales.
Fue entonces cuando Torrente recibió una llamada:”?Te has enterado de lo de Macron?. Lo han pillado con las manos rellenas de billetes de Uber.” Era la voz del servicio público de taxi que reclamaba venganza.